Durante mucho tiempo intenté meditar. Probé audios, técnicas, visualizaciones.. me sentaba, cerraba los ojos y luchaba por apartar los pensamientos, como me decían. Me esforzaba por estar tranquila, por hacerlo bien. Pero la verdad es que no lo lograba. Con el tiempo, comprendí por qué: nadie me había enseñado a meditar.
Y no lo digo en un sentido técnico, sino en lo más profundo: hay que recibir el arte de la meditación como una enseñanza viva.
Para mí, ese punto de inflexión llegó cuando conocí a un Lama, él no me dio fórmulas mágicas. Aprendí que no se trataba de controlar nada, ni de vaciar la mente a la fuerza, sino de educar la mente, como quien cuida un jardín. De observar, de aceptar, de volver una y otra vez al momento presente.. sin lucha.
No estoy hablando aquí de religiones, ni de dogmas. Estoy hablando de algo infinitamente más sencillo y más poderoso: una práctica viva que nos devuelve al presente y nos abre al espíritu.
Para mí la meditación no es sólo un momento de relajación o de descanso. Es la base de toda vida espiritual verdadera. Es un entrenamiento de humildad, de presencia, de entrega. Un camino silencioso hacia el alma.
Yo no empecé a meditar para sentir paz. Curiosamente fue al revés. Primero aprendí los pilares que me llevaron a la paz y después, desde esa tranquilidad nacida de la comprensión, la meditación empezó a florecer por sí sola.
La tradición Budista, sobre todo la tibetana me ha enseñado algo que siempre llevaré conmigo: meditar no es desconectarse del mundo, es empezar a verlo con otros ojos. Es entrar en ese espacio interno donde todo tiene sentido, aunque no haya respuestas.
Y a partir de ahí, comienza otra etapa. La meditación abre una puerta, pero lo que hay al otro lado… eso es un viaje más profundo aún, un camino hacia lo esencial.
Mensaje para quien me lee
“si hoy te sientas aunque sea un minuto.. y respiras y estás contigo.. entonces ya estás empezando a meditar.”